Cuando el hogar no es seguro: La dura realidad de la infancia en la costa de Colombia

María suspira, se recuesta en la silla de plástico blanca y sostiene la mirada, como si decidiera si vale la pena responder. Tiene la piel morena y su abundante cabello afro está recogido en una coleta tirante que sobresale. Su camiseta roja y sus vaqueros ajustados, ceñidos con un cinturón marrón, realzan su figura curvilínea.

Una cálida brisa se cuela por la ventana enrejada. Afuera, un camino de tierra polvoriento desciende hasta el agua, donde pequeñas barcas de pesca azules y blancas se mecen suavemente al compás de las olas caribeñas. Cerca de allí, suena cumbia en una radio o un teléfono. Unos cuantos turistas aventureros, alejados del centro de Santa Marta, se sientan en restaurantes improvisados ​​a la orilla del mar, degustando pescado fresco con arroz con coco.

“Todo es un reto acá”, dice, con voz fuerte y cargada de frustración. Cruza los brazos sobre el pecho.

María es costeña. Ruidosa y directa. De esas mujeres con las que no se discute, que pueden silenciar a toda una clase en un instante. No por miedo, sino porque todos saben que va en serio. Y también es a ella a quien los niños acuden cuando están tristes.

La colaboración con los padres. O tal vez solo… los padres —dice la colega más joven de María, rompiendo un largo silencio mientras el pequeño círculo de profesores y psicólogos intercambia miradas.

“¡Sí!” dice María .

“Es que no pueden con sus propios hijos. Se pasan el día pegados al móvil y bebiendo cerveza. Los pequeños vienen y me dicen: ‘Mira, mi mamá está bailando así’”, dice María, incorporándose un poco en la silla y moviendo la cadera rítmicamente de arriba abajo para demostrarlo.

Ella asiente hacia las figuras recortadas, brillantes y coloridas, en la pared. «Profesiones y oficios». Debajo del letrero hay un policía. Una enfermera. Un pescador. Un panadero.

“Muchos de ellos no pueden encontrar trabajo. O no saben cómo conservarlo”, dice.

Más de la mitad de la gente de aquí se gana la vida en la economía informal: pescando, vendiendo cosas en la calle, conduciendo para Uber. Algunos trabajan en el sector turístico. Afuera, algunos hombres descansan bajo las palmeras con camisetas de tirantes, antes blancas, ahora remangadas sobre sus vientres para refrescarse con la brisa del calor de la tarde. Otros duermen la siesta en hamacas colgadas frente a sus modestas casas, donde corre agua corriente unas pocas horas al día. Madres jóvenes pasan en chanclas, con sus hijos siguiéndolas, sin nada que hacer.

“Recogen a sus hijos en minifalda y top de bikini, a menudo tarde. ¿Qué clase de ejemplo es ese?”

“Muchos de estos niños ni siquiera han tenido sus revisiones médicas de la primera infancia porque a los padres simplemente no les importa”, dice María.

Los demás asienten.

En esta escuela infantil, gran parte del día se dedica a ayudar a los niños a calmarse. Sus sistemas nerviosos están constantemente en estado de alerta máxima debido a que viven en hogares donde la violencia, las normas de género tóxicas y la pobreza forman parte de la vida cotidiana.

María conoce a las familias de aquí. Sabe quién pasa hambre, quién vive con violencia y qué niños corren mayor riesgo de ser reclutados por pandillas.

«Ojalá pudiéramos hacer más por los padres. Nunca aprendieron a ser padres», dice, levantándose y apilando su silla sobre las demás. Necesita volver a casa con sus tres hijos, quienes, «gracias a Dios», están obsesionados con los deportes y les va muy bien en la escuela.

Casi la mitad de los jóvenes colombianos han sufrido abusos en su infancia: físicos, sexuales o psicológicos. Abusos que les roban la niñez y les dejan cicatrices para toda la vida.

Children Change Colombia, junto con socios locales, trabaja para fortalecer los sistemas de protección y apoyo a la infancia en la costa caribeña de Colombia mediante el desarrollo de capacidades de docentes y líderes comunitarios.

Colombia sigue siendo uno de los países más desiguales del mundo, y los niños son quienes sufren las peores consecuencias de esa desigualdad. Según la OCDE, se necesitan once generaciones para salir de la pobreza en este país.

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